Salimos buscando los hilos que tejieron una civilización de piedra y estrellas, esa gente que construyó imperios donde el aire es caso y la historia abundante.
De Asunción a Santa Cruz, y de Santa Cruz a La Paz. La noche nos recibió con un frío punzante de -1 grado y una luna que parecía helada también. La llegada al hostel fue una odisea: la altura conspiraba contra nuestros pulmones y cada paso era una negociación con el cuerpo. Pero el amanecer fue una recompensa dorada, un cielo despejado y azul, como si los dioses andinos hubieran decidido regalarnos un lienzo limpio para nuestras memorias.
Recorrimos las calles empinadas de La Paz, donde la gravedad parece tener sus propios acuerdos con el suelo. Las construcciones coloniales resistían el tiempo con una dignidad que solo pueden tener las piedras que han visto demasiada historia.
Al día siguiente, una ruta serpenteante nos llevó a Copacabana. Ahí, comimos pescado fresco a orillas del Titicaca. De Copacabana a Puno, cinco horas de un paisaje que no necesita explicación porque se siente en el pecho. La noche nos recibió con un frío que ni el pisco pudo domar.
Por la mañana, el mercado municipal de Puno nos despertó con aromas nuevos y sabores ancestrales. Un batido de quinoa y un pan que era como una caricia crujiente, con aguacate y queso.
La energía regresó a nuestros cuerpos y nos llevó a las islas flotantes de los Uros. Ahí, conocimos el arte de tejer la vida misma en totora y las palabras que construyen mundos.
La mente se expande cuando los pies pisan suelos ajenos.
Más adentro del Titicaca, llegamos a Amantaní, una isla suspendida en el cielo a 4.150 metros sobre el nivel del mar y el tiempo. Cuatrocientas familias que viven sin más necesidad que la tierra.
Donde el silencio pesa más que el aire y la paz tiene una textura casi táctil.
La siguiente parada fue Cuzco. Ciudad de piedra y memoria, de plazas y miradores que cuentan cuentos antiguos. Caminamos por la Plaza Mayor, tocamos la piedra de los doce ángulos como quien toca un amuleto, nos perdimos en el mercado de San Pedro y encontramos vistas que nos recordaron por qué los incas eligieron estas alturas para vivir tan cerca de los dioses.
El tren nos llevó. Y por la ventana, ese verde imposible, las montañas que parecen guardianes milenarios. De Ollantaytambo a Aguas Calientes, el paisaje era un hechizo. Machu Picchu nos esperaba con su mística intacta. Un guía, mitad historiador, mitad narrador de leyendas, nos devolvió el asombro de una ciudad suspendida entre lo concreto y lo etéreo.
Luego nos esperába una laguna de agua glacial que brillaba como una joya perdida entre las cumbres, Humantay a 4.200 metros sobre el nivel del mar. Dos horas de ascenso y al final, la recompensa.
Así nos despedimos de Perú.
El viaje de vuelta a La Paz fue un largo suspiro de diez horas en bus con paisajes que parecían despedirse con una última muestra de majestuosidad.
Pero aún faltaba el último capítulo: la Death Road de Bolivia, 64 kilómetros de adrenalina. Descendimos en bici desde los 4.700 metros de altitud, con el abismo a un lado. Cada curva era una promesa de que estábamos vivos y dispuestos a demostrarlo. Fue una locura hermosa, de esas que se recuerdan con escalofrío.
Qué lindo es recordar. Porque los recuerdos son como esos caminos empinados: a veces cuesta subir, pero la vista desde arriba siempre vale la pena.